Reflexiones sobre el MIEDO (II)

abril 28th, 2011

¿Qué hará nuestro personaje, una vez intuido o descubierto el mundo de los sentimientos profundos, de la alegría de compartir la intimidad, de tener relaciones significativas (de pareja, amistosas, familiares)?

 Podría quedarse dentro, a resguardo de la luz, pero ya la conoce y no podrá quitársela de la cabeza. Podrá renegar de ella y embarcarse en relaciones sustitutorias que nunca lo harán feliz, porque en el fondo sabe que solamente son sucedáneos…O podría salir a la luz. ¿Y qué es lo que se lo impide? El MIEDO. Ese miedo gestado desde la más tierna infancia, aprendido, mamado, observado, alimentado por leyendas y mitologías sobre «el sufrimiento de amar», entre otras.

Y en este punto nos encontramos la mayoría. No queremos quedarnos, porque lo que hay no nos gusta, nos parece doloroso, frío, inhumano, pero conocido, y nos aterra salir. «¿Y si me hacen daño?», «¿y si doy y no recibo?», «¿y si no valgo para la persona que yo elija?», etc. Y cuando me llegan estas preguntas suelo devolver la siguiente: «¿Qué es lo peor que puede pasar si…(te abandonan, no te quieren, das y no recibes, etc.)?»

 Y, realmente, ¿qué es lo peor? ¿De qué tenemos tanto miedo? ¿Qué herida se nos abrirá? Y casi siempre tiene que ver con el orgullo, con el autoconcepto, con quienes creemos que somos. Y ahí es donde se puede trabajar, donde cada uno y cada una puede ser dueñ@ de su destino y decidir, porque si sabemos quiénes somos, si aceptamos que somos grandes, buen@s, bell@s y dign@s de amor, a pesar de que hayamos fracasado con una persona en concreto, no habrá sufrimiento. Si aprendemos por qué o para qué elegimos esa relación en particular, qué de nuestra «oscuridad» pusimos allí, creceremos y podremos superarlo, sanaremos las heridas antiguas y nos ilusionaremos de nuevo.

 

Y la pregunta «estrella» entonces es: ¿Cómo? Y no hay una única respuesta, aunque para mí uno de los mejores instrumentos (si no el mejor) es iniciar un proceso terapéutico de crecimiento personal. y es «terapéutico» porque cura, porque sana las heridas, porque nos ayuda a seguir adelante sin rencor, sin heridas abiertas. Es un proceso largo, y a veces no muy fácil (es largo y complicado revertir años de vivir en la oscuridad, sobre todo si lo que aprendimos fue en nuestra infancia), pero posible.

«Se puede vivir con cicatrices, pero no con heridas abiertas», decía mi maestro de psicodrama, y tenía razón. Si estamos sangrando, ya sea por heridas nuevas o antiguas, nuestras fuerzas no nos permitirán romper el cristal, pero si nos sanamos, podremos volcar o romper cualquier urna, e ir a por aquello que queremos. Y también entenderemos sin amargura que a veces las cosas se terminan, y perdonaremos y nos perdonaremos los errores, y podremos seguir adelante sin rencor. Desde luego que no estoy prometiendo milagros, pero mi experiencia me dice que con esfuerzo y mirando cara a cara al miedo, poco a poco se puede vencer. De hecho, una vez que descorres las cortinas, la oscuridad se repliega y podemos ver lo que «en realidad» hay y, nos guste o no, aprender que es nuestro y vivir con ello.

 

Este post fue publicado originalmente en naskendi.blogspot.com

Reflexiones sobre el MIEDO (I)

abril 5th, 2011

Estamos enfermos/as de soledad y de miedo…y de miedo a la soledad. «¿Y si…?» es el condicional más utilizado en nuestras vidas cotidianas, y proviene directamente del miedo. Pero el miedo no es malo en sí mismo. Es una emoción básica y, como cada una de ellas, tiene un propósito y una función. En el caso del miedo, sirve para reaccionar ante una potencial amenaza, bien con la evitación (a través de la huida o de la paralización), bien con el ataque. Hasta aquí, todo correcto. Además, aprendemos a lo largo de la vida a qué hay que tenerle miedo y a qué no, de tal forma que esos aprendizajes garantizan nuestra supervivencia física y emocional. Correcto, también.

 

¿Dónde está el problema, entonces? Mi experiencia, tanto en lo profesional como en lo personal, me revela que el quid de la cuestión está en el desarrollo de miedos a situaciones, circunstancias o eventos que no deberían generar miedo. Para mí es especialmente llamativo comprobar, cada vez en más personas, el miedo a la intimidad emocional, a los sentimientos arraigados y profundos, a la confianza, al compromiso. Y me sorprende que, además, sufran profundamente por ello (lo expresen y reconozcan o no). Y este miedo no entiende de géneros ni de edades, aunque hace un tiempo parecía más propio de los hombres alrededor la treintena. Tristemente, hombres y mujeres, adolescentes, niñas y niños se pueden ver invadidos por este miedo que los obliga a vivir solos y aislados, ansiando abrirse y aterrados y aterradas de hacerlo.

 

En realidad, es muy parecido a vivir en una urna de cristal, viendo al otro lado lo que más se desea, pero sin atreverse a cogerlo. Y digo una urna de cristal porque la barrera es frágil, y podría ser rota con mucha facilidad por la persona, y podría abrazar el sentimiento, el objeto de su deseo, sin ningún impedimento realmente grande. ¿Por qué no lo hace, por qué no lo hacemos, entonces? Imaginemos por un momento que, desde que nacimos, las personas a las que más queremos, las que garantizan nuestra supervivencia afectiva y física, nos hubieran dicho que la luz del sol es mala. Imaginemos que, aunque jamás nos lo hubieran dicho con palabras, nunca hubieran salido de casa durante el día, nunca hubieran permitido que la luz se filtrara por las ventanas, que se hubieran mostrado angustiadas, asustadas o rabiosas si hubiéramos intentado asomar la punta de la nariz y sentir un resquicio de luz. ¿Qué habría pasado con nosotros y nosotras? ¿Qué habríamos aprendido? Por una parte, con el paso de los años, nuestros ojos y nuestra piel serían tan sensibles a la luz que en un principio nos cegaría y nos abrasaría la piel. Las sensaciones serían muy intensas, y probablemente dolorosas con el paso de los años. Además, habríamos aprendido y asimilado como algo natural vivir en la noche, no salir al sol, y nos daría miedo pensar siquiera en hacerlo. Sin embargo, habría historias de «aquellos y aquellas que salieron a la luz», u oiremos risas y sonidos de juegos fuera durante las horas del día. Habrá quien entonces se pregunte por la luz, por cómo sería sentirla, por cómo sobreviven quienes están «allí»…y se asomará. Y entonces, superada la ceguera inicial, una vez que sus ojos se vayan acostumbrando y su piel lo soporte, podrá mirar y ver lo que hay allí. Y se asombrará, y lo deseará, porque los seres humanos estamos hechos para buscar y desear la seguridad, el reconocimiento y el afecto en la relación con los otros. Y entonces «lo oscuro» le parecerá insuficiente, gris, privado de colores, un mundo dominado por el miedo, por la rabia, por la incertidumbre. ¿Y qué hará entonces?…

Esta artículo fue publicado originalmente en naskendi.blogspot.com

«Se nos acabó el amor de tanto usarlo», esa gran mentira

marzo 3rd, 2011

Situación de consulta: hombre, cuarenta y tantos años, casado con dos hijos adolescentes, más de veinte años con su pareja. Quiere divorciarse porque hace tres años que ha conocido a otra persona de la que se ha «enamorado» y con la que quiere compartir su vida. ¿Por qué no deja a su mujer?. «Es tan buena. Lo sabe todo pero, aún así, lo aguanta. Yo la quiero, pero no estoy enamorado. Quizá el mayor problema es que no hay problema».

Situación de consulta (II): mujer, alrededor de los treinta, convive con su pareja desde hace cuatro años. Ha perdido la ilusión por la pareja, ya no le atrae físicamente, no mantienen relaciones sexuales, pero sin embargo conviven perfectamente. ¿Ha pensado terminar la relación, dejar de vivir juntos? «Lo he pensado, pero yo le quiero mucho. Lo que ocurre es que ya no es lo de antes. Ahora somos sobre todo amigos. Pero me atrae otra persona y ahora me siento mal». No son los únicos, pero son dos buenos ejemplos de casos en los que, sin haber peleas, desengaños o grandes conflictos, la llama del amor parece haberse acabado. Y cada vez llegan a mí, tanto profesional como personalmente, más casos de este tipo. ¿Qué está pasando?

El psicólogo norteamericano Robert Sternberg formuló una teoría sobre el amor que quizá nos pueda ayudar a entender un poco estas situaciones (no necesariamente recoge todos los aspectos del amor, pero es una buena referencia a la hora de entender ciertos problemas). Así, definió los distintos tipos de amor en función de la combinación de tres elementos esenciales: intimidad (sentimientos que promueven al acercamiento, la vinculación), pasión (intenso deseo de unión con el otro) y compromiso (decisión de amar al otro y mantener ese amor). De esta manera, surgen siete tipos diferentes de sentimientos:

  1. Cariño: el sentimiento íntimo de las verdaderas amistades, un vínculo de cercanía sin pasión física ni compromiso a largo plazo.
  2. Encaprichamiento: o «amor a primera vista». Carece de intimidad y compromiso, por lo que puede desaparecer en cualquier momento.
  3. Amor vacío: unión por compromiso, sin pasión ni intimidad (bien porque aún no existen, como en los matrimonios «arreglados», bien porque se perdieron), pero hay una sensación de respeto y reciprocidad.
  4. Amor romántico: Unión emocional y física, mezcla de intimidad y pasión.
  5. Amor sociable Unión por intimidad y compromiso, pero sin pasión. Es común en personas que comparten la vida, aunque no existe deseo sexual ni físico, como en la familia y en los amigos profundos.
  6. Amor fatuo Se da en relaciones en las que el compromiso es motivado en su mayor parte por la pasión, sin intimidad real.
  7. Amor consumado o completo Sería la relación ideal hacia la que todos quieren ir pero que aparentemente pocos alcanzan.

Sin embargo, Sternberg señala que mantener un amor consumado puede ser aún más difícil que llegar a él, y que los componentes del amor deben traducirse en acciones. El amor completo puede no ser permanente si no es alimentado de acciones día a día, hora a hora. Si pierde alguno de sus componentes, se transformará en otra de las formas del amor, pero esto no quiere decir necesariamente que esta forma sea la que buscan las partes de la pareja. ¿Qué ocurre entonces? No hay una respuesta única, porque cada pareja y cada ser humano son únicos y deciden qué desean para su vida, pero cada vez con mayor frecuencia me encuentro con parejas varadas en un amor sociable, en el mejor de los casos, pero que se sienten desagraciadas. Han perdido la pasión, el deseo, el misterio. Y ya digo que éste es el mejor de los casos, ya que otras veces las relaciones han perdido incluso la intimidad y se mantienen por compromiso…

¿Qué hacer? Sternberg nos lo deja claro: ACTUAR. Pudiera ser que llegáramos tarde, o que esa relación ya no nos compensara mantenerla por alguna razón (la experiencia me dice que la razón principal de no mantenerla es que se ha entablado una relación nueva). En cualquier caso, la lección es válida para cualquier relación amorosa (no necesariamente de pareja) que establezcamos, y sobre todo si aspiramos a mantener una relación de amor completo. El amor no cambia, sus componentes no se pierden por «usarlos», como decía la canción, sino al contrario. Quizá la pasión sea el ejemplo más claro, aunque ocurre lo mismo con la intimidad y el compromiso: todos los componentes del amor deben ser mimados, actualizados, llevados a la práctica en acciones cotidianas y no tan cotidianas. Establecer una relación «ideal» y echarnos a dormir es una garantía prácticamente segura de que no se mantendrá tal como la queríamos, y de que tras su cambio habrá desilusión, dolor, tristeza.

Bien es cierto que hay personas que son felices con otros tipos de amor, y a las que no parece resultarles negativa la pérdida o cambio de alguno de los componentes de la relación. Estas personas serán felices con lo que tengan, lo cual redundará en su bienestar, pero mi experiencia me dice, también, que son las menos…

«Sin expresión, hasta el amor más grande puede morir» (R. Sternberg).

Esta entrada fue originalmente publicada en naskendi.blogspot.com