Reflexiones sobre el MIEDO (II)
¿Qué hará nuestro personaje, una vez intuido o descubierto el mundo de los sentimientos profundos, de la alegría de compartir la intimidad, de tener relaciones significativas (de pareja, amistosas, familiares)?
Podría quedarse dentro, a resguardo de la luz, pero ya la conoce y no podrá quitársela de la cabeza. Podrá renegar de ella y embarcarse en relaciones sustitutorias que nunca lo harán feliz, porque en el fondo sabe que solamente son sucedáneos…O podría salir a la luz. ¿Y qué es lo que se lo impide? El MIEDO. Ese miedo gestado desde la más tierna infancia, aprendido, mamado, observado, alimentado por leyendas y mitologías sobre «el sufrimiento de amar», entre otras.
Y en este punto nos encontramos la mayoría. No queremos quedarnos, porque lo que hay no nos gusta, nos parece doloroso, frío, inhumano, pero conocido, y nos aterra salir. «¿Y si me hacen daño?», «¿y si doy y no recibo?», «¿y si no valgo para la persona que yo elija?», etc. Y cuando me llegan estas preguntas suelo devolver la siguiente: «¿Qué es lo peor que puede pasar si…(te abandonan, no te quieren, das y no recibes, etc.)?»
Y, realmente, ¿qué es lo peor? ¿De qué tenemos tanto miedo? ¿Qué herida se nos abrirá? Y casi siempre tiene que ver con el orgullo, con el autoconcepto, con quienes creemos que somos. Y ahí es donde se puede trabajar, donde cada uno y cada una puede ser dueñ@ de su destino y decidir, porque si sabemos quiénes somos, si aceptamos que somos grandes, buen@s, bell@s y dign@s de amor, a pesar de que hayamos fracasado con una persona en concreto, no habrá sufrimiento. Si aprendemos por qué o para qué elegimos esa relación en particular, qué de nuestra «oscuridad» pusimos allí, creceremos y podremos superarlo, sanaremos las heridas antiguas y nos ilusionaremos de nuevo.
Y la pregunta «estrella» entonces es: ¿Cómo? Y no hay una única respuesta, aunque para mí uno de los mejores instrumentos (si no el mejor) es iniciar un proceso terapéutico de crecimiento personal. y es «terapéutico» porque cura, porque sana las heridas, porque nos ayuda a seguir adelante sin rencor, sin heridas abiertas. Es un proceso largo, y a veces no muy fácil (es largo y complicado revertir años de vivir en la oscuridad, sobre todo si lo que aprendimos fue en nuestra infancia), pero posible.
«Se puede vivir con cicatrices, pero no con heridas abiertas», decía mi maestro de psicodrama, y tenía razón. Si estamos sangrando, ya sea por heridas nuevas o antiguas, nuestras fuerzas no nos permitirán romper el cristal, pero si nos sanamos, podremos volcar o romper cualquier urna, e ir a por aquello que queremos. Y también entenderemos sin amargura que a veces las cosas se terminan, y perdonaremos y nos perdonaremos los errores, y podremos seguir adelante sin rencor. Desde luego que no estoy prometiendo milagros, pero mi experiencia me dice que con esfuerzo y mirando cara a cara al miedo, poco a poco se puede vencer. De hecho, una vez que descorres las cortinas, la oscuridad se repliega y podemos ver lo que «en realidad» hay y, nos guste o no, aprender que es nuestro y vivir con ello.
Este post fue publicado originalmente en naskendi.blogspot.com
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Estamos enfermos/as de soledad y de miedo…y de miedo a la soledad. «¿Y si…?» es el condicional más utilizado en nuestras vidas cotidianas, y proviene directamente del miedo. Pero el miedo no es malo en sí mismo. Es una emoción básica y, como cada una de ellas, tiene un propósito y una función. En el caso del miedo, sirve para reaccionar ante una potencial amenaza, bien con la evitación (a través de la huida o de la paralización), bien con el ataque. Hasta aquí, todo correcto. Además, aprendemos a lo largo de la vida a qué hay que tenerle miedo y a qué no, de tal forma que esos aprendizajes garantizan nuestra supervivencia física y emocional. Correcto, también.
¿Dónde está el problema, entonces? Mi experiencia, tanto en lo profesional como en lo personal, me revela que el quid de la cuestión está en el desarrollo de miedos a situaciones, circunstancias o eventos que no deberían generar miedo. Para mí es especialmente llamativo comprobar, cada vez en más personas, el miedo a la intimidad emocional, a los sentimientos arraigados y profundos, a la confianza, al compromiso. Y me sorprende que, además, sufran profundamente por ello (lo expresen y reconozcan o no). Y este miedo no entiende de géneros ni de edades, aunque hace un tiempo parecía más propio de los hombres alrededor la treintena. Tristemente, hombres y mujeres, adolescentes, niñas y niños se pueden ver invadidos por este miedo que los obliga a vivir solos y aislados, ansiando abrirse y aterrados y aterradas de hacerlo.
En realidad, es muy parecido a vivir en una urna de cristal, viendo al otro lado lo que más se desea, pero sin atreverse a cogerlo. Y digo una urna de cristal porque la barrera es frágil, y podría ser rota con mucha facilidad por la persona, y podría abrazar el sentimiento, el objeto de su deseo, sin ningún impedimento realmente grande. ¿Por qué no lo hace, por qué no lo hacemos, entonces? Imaginemos por un momento que, desde que nacimos, las personas a las que más queremos, las que garantizan nuestra supervivencia afectiva y física, nos hubieran dicho que la luz del sol es mala. Imaginemos que, aunque jamás nos lo hubieran dicho con palabras, nunca hubieran salido de casa durante el día, nunca hubieran permitido que la luz se filtrara por las ventanas, que se hubieran mostrado angustiadas, asustadas o rabiosas si hubiéramos intentado asomar la punta de la nariz y sentir un resquicio de luz. ¿Qué habría pasado con nosotros y nosotras? ¿Qué habríamos aprendido? Por una parte, con el paso de los años, nuestros ojos y nuestra piel serían tan sensibles a la luz que en un principio nos cegaría y nos abrasaría la piel. Las sensaciones serían muy intensas, y probablemente dolorosas con el paso de los años. Además, habríamos aprendido y asimilado como algo natural vivir en la noche, no salir al sol, y nos daría miedo pensar siquiera en hacerlo. Sin embargo, habría historias de «aquellos y aquellas que salieron a la luz», u oiremos risas y sonidos de juegos fuera durante las horas del día. Habrá quien entonces se pregunte por la luz, por cómo sería sentirla, por cómo sobreviven quienes están «allí»…y se asomará. Y entonces, superada la ceguera inicial, una vez que sus ojos se vayan acostumbrando y su piel lo soporte, podrá mirar y ver lo que hay allí. Y se asombrará, y lo deseará, porque los seres humanos estamos hechos para buscar y desear la seguridad, el reconocimiento y el afecto en la relación con los otros. Y entonces «lo oscuro» le parecerá insuficiente, gris, privado de colores, un mundo dominado por el miedo, por la rabia, por la incertidumbre. ¿Y qué hará entonces?…
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