De la queja al hecho no hay tanto trecho…

agosto 21st, 2012

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me senté a escribir. Ha sido fruto en parte del ajetreo diario, en parte de un retiro autoimpuesto de internet.

El proceso había empezado algún tiempo antes de mi última entrada: nuevo trabajo, nuevos retos, nueva casa…y no tener televisión. Esto me permitió alejarme de mucha «basura» y desinformación, pero no era suficiente ya que las redes sociales de las que hacía uso se plagaban de malas noticias, protestas, reseñas de hechos y situaciones dolorosas, vergonzosas, terribles. Durante unos meses decidí no conectarme a ninguna de ellas, no leer, no ver, no oír. Analizándolo hoy me doy cuenta de que estaba saturada, dolorida y desesperanzada. Recuerdo perfectamente el domingo por la mañana en el que dije «hasta aquí» después de haber llorado de rabia y haber publicado en todas mis redes sociales ciertos artículos sobre lo indignante de la realidad. Recuerdo, también, que me sentía frustrada, rabiosa, avergonzada y cansada, muy cansada. Cansada de la queja, de la sensación de que solamente pataleamos como sociedad, de que internet hirviera de «tenemos que hacer algo» pero no hubiera acciones…

No creo que yo fuera la única, ni mucho menos, pero por alguna razón no parece que las acciones realmente «cuajen», y esto es profundamente humano. En mi práctica profesional, en mi vida diaria, encuentro muchas veces este desconcierto, este «sé que tengo que hacer algo pero no sé qué», la queja infructuosa sobre la vida (la crisis, la política, la pareja, el trabajo) que no se traduce en acciones para el cambio. ¿Y por qué? ¿Qué nos pasa como individuos? ¿Y como sociedad?

Sin pretender ser exhaustiva, he encontrado recurrentemente algunas razones (que seguro que alguien más experto podría ampliar y desarrollar, pero que me sirven como punto de partida en mi trabajo cada día):

1) Hablar siempre es más fácil que hacer. Verbalizar aquello que nos preocupa, que nos ofende o nos daña contribuye a aliviar la tensión y la rabia (momentáneamente). Para muchas personas, incluso para aquellas que se comprometen consigo mismas en un proceso de crecimiento personal, actuar para cambiar de forma efectiva su realidad es un paso complicado en el que afloran miedos, sobre todo a abandonar el «terreno conocido» que es el sufrimiento. Llevar a cabo acciones, además, supone comprometerse con ellas, poner en juego recursos y, sobre todo, asumir la responsabilidad sobre unas consecuencias frecuentemente inciertas.

2) Actuar supone cambiar la forma de mirar el mundo. Últimamente he estado leyendo y aprendiendo mucho de las investigaciones de Seligman, una de las máximas autoridades mundiales en psicología positiva (esto es, el estudio científico de la felicidad, el bienestar y el optimismo, entre otras cosas). Sus estudios sobre el optimismo y el pesimismo los describen como «estilos atribucionales», es decir, como teorías estables sobre las causas de los sucesos. Sin extenderme mucho (lo dejo para próximos post), vivimos en un entorno profundamente pesimista, favorecido por los mensajes de políticos y medios de comunicación, que se caracteriza por analizar muy concienzudamente los problemas y concluir que se deben a causas estables (no van a cambiar), generales (afectan a todos los ámbitos de la vida) e internas (somos culpables de lo que nos ocurre). Este tipo de atribución está detrás de patologías como la depresión y, cuando se traslada a un nivel social, del estado general de desesperanza en el que vivimos. De hecho, ¿no nos suena conocido el discurso de que «ya que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades ahora tenemos que enfrentarnos a las consecuencias» (causa interna), «apretarnos el cinturón en todos los niveles» (causa general) y «prepararnos para lo peor, porque va a durar» (causa estable)? La única manera de revertir esta tendencia es mediante la acción, cambiando la realidad, pero cuando el pesimismo está instalado siempre acude el «¿para qué?» a recordarnos que, de todos modos, no vamos a poder cambiar nada dadas las propias características de las causas. Estos mensajes nos llegan constantemente desde los medios de comunicación, los gobiernos, los mercados, pero no son necesariamente ciertos. De hecho, hay otra forma posible de analizar las situaciones, el estilo optimista (que no idealista). El optimismo analiza las causas de los problemas igual de concienzudamente, pero realiza atribuciones no estables (las causas son temporales), específicas (circunstanciales y concretas) y con el grado de responsabilidad bien delimitado (hay parte de las causas que provienen del azar y parte de la acción propia). Las investigaciones de Seligman encontraron que las personas optimistas se centraban en la búsqueda de soluciones y estas eran más creativas. Por lo tanto, no es que no haya solución y toque conformarse (ni en la consulta ni como sociedad), sino que hay que aprender a analizar la realidad de otra manera.

3) La naturaleza del cambio es gradual y este precisa de entrenamiento. Por mucho que nos gustaría poder chasquear los dedos y darle la vuelta a la realidad, casi todos los grandes cambios surgen de la acumulación de otros más pequeños, de aprendizajes graduales a lo largo del tiempo. Ni siquiera las revoluciones se producen de la noche a la mañana. Esto con frecuencia desanima ya que parece que, «si el problema es muy grande, no puedo hacer nada». Con frecuencia me encuentro con esta actitud en consulta, o en el aula, pero su única función es justificar la inmovilidad y disminuir, en lo posible, el malestar por no emprender acciones para el cambio. Como oí de alguien sabio hace algún tiempo, «la única forma de comerse un elefante es filete a filete». Sin embargo, es importante que en este proceso de fragmentar las tareas/problemas haya alguien pendiente de mantener la vista en cada avance, alguien que recuerde que cada paso es una reducción de la distancia a la meta. Esta es una de las labores que llevo a cabo como docente y como terapeuta, pero a nivel social se diluye en los mensajes de «sí, pero nos falta esto otro».

 

¿Qué hacer con todo esto? A mí, en este caso como en otros muchos, me viene a la mente un eslógan de hace algunos años que rezaba «piensa globalmente, actúa localmente», o sea, empezar por un@ mism@, analizar los propios problemas y situaciones de una forma más optimista y, desde ahí, extenderlo socialmente (por ejemplo, buscando soluciones a los conflictos, en lugar de perpetuarlos). Si queremos que «crisis» signifique «cambio» (personal, social, político) habrá que, efectivamente, empezar a cambiar la forma de ver y pensar el mundo…Total, la alternativa ya la conocemos…

Reflexiones sobre el MIEDO (II)

abril 28th, 2011

¿Qué hará nuestro personaje, una vez intuido o descubierto el mundo de los sentimientos profundos, de la alegría de compartir la intimidad, de tener relaciones significativas (de pareja, amistosas, familiares)?

 Podría quedarse dentro, a resguardo de la luz, pero ya la conoce y no podrá quitársela de la cabeza. Podrá renegar de ella y embarcarse en relaciones sustitutorias que nunca lo harán feliz, porque en el fondo sabe que solamente son sucedáneos…O podría salir a la luz. ¿Y qué es lo que se lo impide? El MIEDO. Ese miedo gestado desde la más tierna infancia, aprendido, mamado, observado, alimentado por leyendas y mitologías sobre «el sufrimiento de amar», entre otras.

Y en este punto nos encontramos la mayoría. No queremos quedarnos, porque lo que hay no nos gusta, nos parece doloroso, frío, inhumano, pero conocido, y nos aterra salir. «¿Y si me hacen daño?», «¿y si doy y no recibo?», «¿y si no valgo para la persona que yo elija?», etc. Y cuando me llegan estas preguntas suelo devolver la siguiente: «¿Qué es lo peor que puede pasar si…(te abandonan, no te quieren, das y no recibes, etc.)?»

 Y, realmente, ¿qué es lo peor? ¿De qué tenemos tanto miedo? ¿Qué herida se nos abrirá? Y casi siempre tiene que ver con el orgullo, con el autoconcepto, con quienes creemos que somos. Y ahí es donde se puede trabajar, donde cada uno y cada una puede ser dueñ@ de su destino y decidir, porque si sabemos quiénes somos, si aceptamos que somos grandes, buen@s, bell@s y dign@s de amor, a pesar de que hayamos fracasado con una persona en concreto, no habrá sufrimiento. Si aprendemos por qué o para qué elegimos esa relación en particular, qué de nuestra «oscuridad» pusimos allí, creceremos y podremos superarlo, sanaremos las heridas antiguas y nos ilusionaremos de nuevo.

 

Y la pregunta «estrella» entonces es: ¿Cómo? Y no hay una única respuesta, aunque para mí uno de los mejores instrumentos (si no el mejor) es iniciar un proceso terapéutico de crecimiento personal. y es «terapéutico» porque cura, porque sana las heridas, porque nos ayuda a seguir adelante sin rencor, sin heridas abiertas. Es un proceso largo, y a veces no muy fácil (es largo y complicado revertir años de vivir en la oscuridad, sobre todo si lo que aprendimos fue en nuestra infancia), pero posible.

«Se puede vivir con cicatrices, pero no con heridas abiertas», decía mi maestro de psicodrama, y tenía razón. Si estamos sangrando, ya sea por heridas nuevas o antiguas, nuestras fuerzas no nos permitirán romper el cristal, pero si nos sanamos, podremos volcar o romper cualquier urna, e ir a por aquello que queremos. Y también entenderemos sin amargura que a veces las cosas se terminan, y perdonaremos y nos perdonaremos los errores, y podremos seguir adelante sin rencor. Desde luego que no estoy prometiendo milagros, pero mi experiencia me dice que con esfuerzo y mirando cara a cara al miedo, poco a poco se puede vencer. De hecho, una vez que descorres las cortinas, la oscuridad se repliega y podemos ver lo que «en realidad» hay y, nos guste o no, aprender que es nuestro y vivir con ello.

 

Este post fue publicado originalmente en naskendi.blogspot.com

Reflexiones sobre el MIEDO (I)

abril 5th, 2011

Estamos enfermos/as de soledad y de miedo…y de miedo a la soledad. «¿Y si…?» es el condicional más utilizado en nuestras vidas cotidianas, y proviene directamente del miedo. Pero el miedo no es malo en sí mismo. Es una emoción básica y, como cada una de ellas, tiene un propósito y una función. En el caso del miedo, sirve para reaccionar ante una potencial amenaza, bien con la evitación (a través de la huida o de la paralización), bien con el ataque. Hasta aquí, todo correcto. Además, aprendemos a lo largo de la vida a qué hay que tenerle miedo y a qué no, de tal forma que esos aprendizajes garantizan nuestra supervivencia física y emocional. Correcto, también.

 

¿Dónde está el problema, entonces? Mi experiencia, tanto en lo profesional como en lo personal, me revela que el quid de la cuestión está en el desarrollo de miedos a situaciones, circunstancias o eventos que no deberían generar miedo. Para mí es especialmente llamativo comprobar, cada vez en más personas, el miedo a la intimidad emocional, a los sentimientos arraigados y profundos, a la confianza, al compromiso. Y me sorprende que, además, sufran profundamente por ello (lo expresen y reconozcan o no). Y este miedo no entiende de géneros ni de edades, aunque hace un tiempo parecía más propio de los hombres alrededor la treintena. Tristemente, hombres y mujeres, adolescentes, niñas y niños se pueden ver invadidos por este miedo que los obliga a vivir solos y aislados, ansiando abrirse y aterrados y aterradas de hacerlo.

 

En realidad, es muy parecido a vivir en una urna de cristal, viendo al otro lado lo que más se desea, pero sin atreverse a cogerlo. Y digo una urna de cristal porque la barrera es frágil, y podría ser rota con mucha facilidad por la persona, y podría abrazar el sentimiento, el objeto de su deseo, sin ningún impedimento realmente grande. ¿Por qué no lo hace, por qué no lo hacemos, entonces? Imaginemos por un momento que, desde que nacimos, las personas a las que más queremos, las que garantizan nuestra supervivencia afectiva y física, nos hubieran dicho que la luz del sol es mala. Imaginemos que, aunque jamás nos lo hubieran dicho con palabras, nunca hubieran salido de casa durante el día, nunca hubieran permitido que la luz se filtrara por las ventanas, que se hubieran mostrado angustiadas, asustadas o rabiosas si hubiéramos intentado asomar la punta de la nariz y sentir un resquicio de luz. ¿Qué habría pasado con nosotros y nosotras? ¿Qué habríamos aprendido? Por una parte, con el paso de los años, nuestros ojos y nuestra piel serían tan sensibles a la luz que en un principio nos cegaría y nos abrasaría la piel. Las sensaciones serían muy intensas, y probablemente dolorosas con el paso de los años. Además, habríamos aprendido y asimilado como algo natural vivir en la noche, no salir al sol, y nos daría miedo pensar siquiera en hacerlo. Sin embargo, habría historias de «aquellos y aquellas que salieron a la luz», u oiremos risas y sonidos de juegos fuera durante las horas del día. Habrá quien entonces se pregunte por la luz, por cómo sería sentirla, por cómo sobreviven quienes están «allí»…y se asomará. Y entonces, superada la ceguera inicial, una vez que sus ojos se vayan acostumbrando y su piel lo soporte, podrá mirar y ver lo que hay allí. Y se asombrará, y lo deseará, porque los seres humanos estamos hechos para buscar y desear la seguridad, el reconocimiento y el afecto en la relación con los otros. Y entonces «lo oscuro» le parecerá insuficiente, gris, privado de colores, un mundo dominado por el miedo, por la rabia, por la incertidumbre. ¿Y qué hará entonces?…

Esta artículo fue publicado originalmente en naskendi.blogspot.com